De “cool” a prepotente

Es bonito ser un líder. A vos te dan apoyo, respeto, confianza, cariño y, muy importante, a vos las personas que liderás te entregan una parte de su destino. Es bonito ser un líder pero a la vez es muy difícil. Tenés que dirigir por el camino, proteger ante cada incidente y llevar a feliz término a quienes orientás. Cargás con una gran responsabilidad. Cualquier mala decisión tuya y vos y tus seguidores se pierden. Pierden.

El Salvador ha tenido líderes. Y en política, este país ha tenido unos líderes muy malos, malísimos, delincuentes, corruptos, asesinos, que hasta han llegado a fundar partidos políticos. Hay otros que se han aprovechado de la idiosincrasia de las personas para verse como los supermanes que los van a sacar de sus problemas con su dinero -en muchas ocasiones- malhabido.

Porque pasa que al líder político, cuando se da cuenta del poder que acumula, le sobreviene la tentación humana de abusar de ese poder, de presumirlo y de utilizarlo para sus intereses personales. Y entonces, si decide el camino fácil de la adulación y la demagogia, se pierde, y con él se pierden todos sus seguidores. Involuciona de ser alguien “cool” a ser uno más, otro político prepotente en la larga lista.

El liderazgo controversial de Nayib Bukele, el alcalde de San Salvador, hay que medirlo con varas de nueva generación; su impacto se necesita comprender dentro de la era de internet y de las redes sociales, entre otros aspectos culturales, si lo que se busca es analizarlo. Porque, por ejemplo, ¿qué hubiera sido de Bukele en los finales de los años setenta sin un Facebook Live y sin su cuenta de Twitter, sin su ejército de troles (reales y bots) y con una libertad de expresión plenamente deteriorada?

Veo difícil ubicar al alcalde en ese período aunque podría ser fácil imaginar qué destino le hubiera deparado. Pero ahora, en estos tiempos de comunicación globalizada, es de reconocer que quizás se ha de sentir como pez en el agua. Bukele domina su discurso y su imagen. Es un gran vendedor. Una obra común, correspondiente a la función de cualquiera de los 262 alcaldes del país, de repente se transforma en lo mejor que pudo pasarle a San Salvador y a Centroamérica y al mundo entero. Así lo vende. Y lo que sorprende es que, quienes lo aplauden, así lo compran.

Ni hablar de su muro virtual de seguidores pendencieros que castigan a todo aquel que siquiera tenga la osadía a cuestionarlo, ni porque tenga todos los argumentos válidos posibles. Nayib Bukele, aunque se equivoque muy seguido en política, tiene un blindaje que, para mal, lo termina endiosando y en muchas ocasiones lo disfraza de infalible, invencible, incuestionable. Un metapolítico. Como todos los conocidos líderes políticos que ha tenido El Salvador sobre los que ha sobrevenido, inminente, la involución de lo cool a lo prepotente.

Porque hay lastres que a todo líder le significan trampas, piedras de tropiezo, en esta era o en la pasada. Y estas trampas están situadas en el manejo del poder. El poder es una gran responsabilidad, porque, como dije, con él se lidera y se conduce a una sociedad para su desarrollo o para su fatalidad. Y el actual alcalde de la capital de El Salvador no escapa de esas trampas. Y Bukele, en varias ocasiones, ha caído en ellas. Y ha caído muy fácilmente.

Por ejemplo, haberse atribuido el papel de juez de la moral y la ética para decidir qué periodistas ameritan y qué periodistas “no merecen” ir a sus conferencias de prensa va más allá del sinsentido. Se trata de una afrenta a la libertad de prensa y es una acción derivada de una conducta antidemocrática. En Estados Unidos, Donald Trump ha hecho lo mismo y el repudio a lo acontecido ha resonado en esa sociedad. Y de repente la comparación de los dos políticos es inevitable.

Ir a montar un espectáculo frente a la Fiscalía General de la República, con todo y empleados de alcaldías y otras instituciones públicas del gobierno de su partido (que fueron en horas laborales), para gritarle al fiscal general por un caso en el que aún se investiga si el alcalde estuvo involucrado o no, es una demostración de poder descontrolado, de liderazgo mal utilizado. Prepotencia.

Pelearse y crear grietas irreparables con el partido de oposición, con periódicos, con diputados, con instituciones del gobierno de su mismo partido, es más, con su mismo partido, no debería ser plausible para un alguien que, dice, quiere cambiar el sistema político de este país.

Pues aunque estemos de acuerdo en que el actual sistema político-partidario que les sirve de instrumento hegemónico a los verdaderos grupos de poder está desfasado (y, pues, la verdad es que es un completo asco) y que debe ser revolucionado para de verdad estar al servicio de la sociedad (algo que no ha conseguido el partido de Bukele en sus dos períodos en el gobierno), no se puede o al menos no debería lograrse ese fin noble a punta de prepotencia. Porque entonces solo cambiaríamos, una vez más, de prepotentes en el poder.

¿Y por qué este enfoque es sobre prepotencia? Porque sobre este vicio del poder descansan todas las tiranías, los gobiernos antidemocráticos, las dictaduras, la impunidad, la corrupción y en general toda la delincuencia de cuello blanco. El descaro de un estado corrupto tiene como aliciente la prepotencia de los funcionarios que delinquen y que trafican con influencias.

Esa es precisamente la trampa. Es fácil para quienes tienen poder tropezar con esa piedra. Y a Nayib Bukele le ha gustado tener el camino lleno de piedras para tropezar. Sin embargo, en la última entrevista que el alcalde le concedió al periódico El Faro, Bukele dio algunas luces cuando empezó reconocer varios de sus errores como político. Al menos dos.

Los destinos de un país no deben estar en manos de políticos temperamentales ni prepotentes. La historia nos ha enseñado eso a golpes de gobiernos militares, guerras y estados corruptos como el actual. Nadie que tenga un objetivo de bienestar social genuino debe aprovecharse del malestar general (y bien merecido) hacia los políticos para presentarse como un redentor infalible. La sociedad debe detectar a esos nuevos líderes que emergen con vicios para rechazarlos o para, con su presión y constante cuestionamiento, tratar de corregirlos.

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