El circo del odio de clases

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Nunca pedí ni soñé que este circo llegara a tal punto. Nunca creí que una anécdota de sábado por la noche rasgaría tantas, tantas fibras sensibles de la sociedad a la que pertenezco. Al finalizar este texto, más de 3 mil personas se pronunciaron en sus redes sociales sobre esto. Otras solo lo comentaron en sus trabajos, en sus universidades. Recibí cientos y cientos de mensajes de gente que me colocaba como un mártir o como un payaso. “La Mara Anda Diciendo”, una famosa cuenta de humor salvadoreño, se manifestó y sus miles de seguidores también. Un blog de noticias exprés elaboró una nota donde copiaban una entrevista que me hizo La Prensa Gráfica, fotos de mi perfil personal y mi publicación del sábado, íntegra, con todo y link al perfil de quien, para unos, era el enemigo principal, el amigo que me invitó a ese lugar. Páginas como Librerías La Casita fueron oportunos y hasta hicieron publicidad con mi nombre. Y luego está esto:

fbcolACórdova

Como en la guerra: se armaron bandos. Los que creían que mi mala pasada esbozaba, aunque sea de soslayo, el rostro del odio de clases y los que me llamaron oportunista, dramático, desubicado por haber intentado entrar a un lugar que, ahora entiendo, tiene la aprobación moral de la clase media para excluir.

Unos decían que convocáramos a una manifestación pacífica, que nos plantáramos frente al bar, que enviáramos cartas. Me ofrecieron el número del gerente, me dijeron que mi jefe era amigo de la mamá del dueño, que una de las personas con las que trabajo es amiga de no sé quién. Querían represalias. Exigían una respuesta pública del bar. La señorita que me ha vendido dulces todos los días desde hace cinco años afuera de mi universidad hoy me reconoció por primera vez: “usted es el del circo”, me dijo.

El otro lado acusaba a las personas con las que fui (¡qué amigos los que tenés!), me preguntaron cómo andaba vestido (del mismo modo en el que se le pregunta a una mujer víctima de acoso sexual cómo andaba vestida, por si lo que pudo provocar el asunto fuese uno mismo y nada más que uno mismo). Un grupo muy creativo comenzó, incluso, a contar experiencias de cómo a ellos no los habían dejado entrar a otros bares y no hicieron ningún escándalo.

Todo se salió de control. Por eso cito a Elena Salamanca, en su Landsmoder, un blog de El Faro que mantuvo por dos años, que se volvió uno de los más queridos referentes de opinión para la misma clase media:

“Lo que voy a decir es cruel: la clase media no perdona. La clase media es cruel y odia con pasión desbordada cuando se lo propone. Algo más cruel aún: Yo soy parte de lo que en El Salvador llaman clase media”.

Odio de clase media, mayo 2014

La clase media es cruel y odia con pasión cuando se lo propone. Yo lancé un fósforo encendido. Los demás prendieron la hoguera.

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Lo más valioso de una persona es su dignidad.

¿Por qué este incidente tan nimio, tan del territorio de lo personal, ha despertado tanto ruido entre nosotros? ¿Qué está revelando realmente, tanto en los que están de un lado o del otro, sobre cómo nos vemos a nosotros mismos? La respuesta es dura: estamos llenos de odio. La clase media de este país está resentida porque somos víctimas de una humillación histórica. Nos han quitado lo más valioso: la dignidad. Nos hemos vuelto un circo de apariencias y aspiraciones que ignora la latente permeabilidad social, que busca redibujar las brechas (si es que en algún momento esas brechas se desdibujaron).

El aumento desmedido de la clase media después de la guerra dio paso a un sistema de consumo donde se nos hizo creer que podemos aspirar a la vida que deseemos, con mucho trabajo y dedicación. Las fronteras de clase son, al menos en apariencia, cada vez más transparentes: ahora las universidades, los centros comerciales y los bares están revueltos de gente de toda índole. Sabemos, para eso están nuestros políticos, que tener dinero nunca ha sido sinónimo de ser inteligente. Todos estamos metidos en este huacal llamado país. Somos el mismo pañuelo lleno de mocos. ¿Por qué existen entonces lugares como Circo y por qué se ven en la obligación de contratar cinco gorilas que evalúen la apariencia de los asistentes?

Porque en el fondo seguimos siendo lo mismo: el mismo circo de clases de siempre. Este país le sigue enseñando al rico que debe cuidarse del pobre, porque el pobre quiere quitarle al rico lo que el rico le ha quitado al pobre. Nos han pisoteado, nos han quitado el oro, el idioma, los apellidos, las formas, la moneda nacional, a nuestra gente nos han quitado.

Pero mi generación, los nacidos después de la guerra, está molesta y mi caso es una muestra de cómo, aunque sea en redes sociales (o sobre todo en redes sociales), la gente es capaz de indignarse por el otro. Creo que algo tan público como esto es, a la vez, algo tan íntimo. Mi indignación se multiplicó y cientos, miles se volvieron cómplices. Se sintieron aludidos, convocados a la fiesta de la amargura social. Yo estaba, por el mérito de las circunstancias, representando a todos y cada uno de los que, en algún momento de sus vidas, se sintieron igual: excluidos, tachados, inadmitidos. La sola constatación me eriza la piel.

Sin embargo: yo jamás pedí privilegios. Nunca apunté mi denuncia a que el bar me devolviera algo que me quitó ni menos a que pidiera disculpas públicas por haberle negado la entrada al Gran Maestre, al escritor laureado. Jamás usé la carta de mis premios para creer que, al menos por eso, merecía ser admitido a un círculo. No era algo de “merecer”. Fueron mis amigos y conocidos que reaccionaron motivados por el furor inmediato y sacaron a luz los méritos, las entrevistas, los libros publicados, como un utensilio para extraer la vergüenza que deberían sentir los dueños del bar.

No me tenían que haber dejado entrar al cumpleaños de Edgar por ser el escritor joven más importante del país –no creo serlo-, me tenían que haber dejado entrar porque soy persona. Simplemente porque soy persona y punto. Porque había una reservación pagada y porque nunca se revelaron los motivos de mi exclusión y porque seguro los motivos nunca fueron ni serán válidos, suficientes para volverme un riesgo para un negocio, para una población. Yo no soy ni el primero ni el último al que le sucede eso en la historia de ese bar y de todos los bares del mundo. Mi caso, por un montón de factores, fue la pólvora necesaria para que la gente reconozca, de un lado o del otro, que esto está mal. Que estamos jodidos.

Estamos bien jodidos.

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Si usted es de los que piensa que esto es normal, que pasa en todo el mundo, que el problema es de uno porque quiere ir a lugares a los que no pertenece, que uno debe vestirse para la ocasión, que hay cosas como la etiqueta y el protocolo social, lo lamento muchísimo: usted está siendo clasista. Está legitimando algo que no es correcto, que no es humano porque excluye a los que no son como usted y no estoy tan de acuerdo con eso de que “en todos lados es así”. Tengo ejemplos:

Recién estuve hace unas semanas en una conferencia de literatura en Los Ángeles, California, donde el derecho de admisión funciona bien diferente. El evento era en el Convention Center, a la par del Staples Center y del lujoso hotel Marriot, justo en el corazón del Downtown. Cené un par de veces en el Marriot con un grupo de escritores de origen latino. No me vestí para la ocasión. Me vestí como siempre. Como soy. Nadie me echó.

Me tomé una cerveza en el Ace Hotel, donde dos días después llegó a cenar el cantante británico Hozier y se tomó un par de fotos con fans. Lo mismo pasa en West Hollywood, la zona de bares LGTBI más famosa de Los Ángeles, donde siempre va a cenar gente famosa como Lady Gaga (creo que Justin Bieber estuvo hace unas semanas ahí). No me vestí para ninguna ocasión. Era mi misma ropa. Mi mismo peinado. Nadie me echó. Nadie me vio feo.

Estuve en el Griffith Park como cientos de turistas. El día anterior había llegado Bernie Sanders, quien lucha por la candidatura presidencial en los Estados Unidos. Hay vídeos en redes sociales donde Bernie saluda a la multitud. Él había ido a lo mismo que yo: al parque. Nadie echó a nadie.

Lo que funciona es algo bastante básico, bastante frío: si puede pagar, entra.  Si no, no. Simple. ¿Podía pagar mis cervezas en Circo? Sí. Por supuesto, en Los Ángeles hay restaurantes carísimos, finísimos, donde uno no puede entrar sin reservación. Es completamente válido. ¿Teníamos reservación en Circo? ¡La teníamos!

Pero les quiero hablar, y ojalá alguien de los de Circo esté leyendo esto, de cómo realmente usan el “derecho de admisión” en Los Ángeles. Los lugares donde usted va a encontrar el letrero “nos reservamos el derecho de admisión” con más frecuencia, son los restaurantes o negocios de inmigrantes: mexicanos, centroamericanos, iraníes, iraquíes, filipinos, sirios, etc. ¿Por qué? Porque las regulaciones locales prohíben y multan cualquier tipo de discriminación. En el sentido contrario: los dueños del local tienen derecho a expulsar a cualquier cliente que haga comentarios racistas o xenófobos. Tienen derecho a no ofrecer sus servicios. A defender su dignidad.

Bien distinto, ¿verdad? Un país de primer mundo con un serio problema de migración indocumentada, con más de 2 millones de salvadoreños –solo en el sur de California hay casi un millón-, compatriotas suyos, compatriotas míos. Imagínese.

Este país es un circo.

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En mi clausura de tercer grado obtuve el primer lugar en notas. Tenía nueve años. Para entonces, en mi familia no estábamos muy bien en términos de dinero –nunca lo hemos estado-. En mi casa, mamá había cocinado macarrones para todos (con crema y frijoles, qué delicia). Esa era mi única fiesta. Mi vecino Carlitos, que cursaba conmigo, apenas pasó el grado. Le costaba estudiar. Sin embargo pasó. Lo logró. Sus padres lo llevaron a la pizza y al cine, a ver Jurassic Park (no recuerdo cuál de todas). Carlitos volvió al final de la tarde y me encontró jugando en mi verja. Me contó todo lo que había vivido en su celebración: los efectos de la película, la corona de papel que te ponen en la pizzería, el juguete sorpresa. Al final de su relato, me preguntó, movido por su imbecilidad inocente: “¿y a vos a dónde te llevaron? ¡Seguro a un primer lugar en notas debieron darle más cosas!”

Esa vez comprendí en qué consistía el juego. Los macarrones no eran suficientes. Mi primer lugar no era suficiente. Carlitos tenía un papá con trabajo, con carro y que lo llevaba al cine. Me sentí pobre. Sin suerte. Sentí odio.

Más tarde comprendí que con mi inteligencia académica podía conseguir cosas: fui producto de varios programas de becas, de varios esfuerzos del Estado o de la empresa privada para financiar mis estudios o reconocer mis esfuerzos. Logré, en términos prácticos, salir de la chifurnia en la que nací así: estudiando, leyendo, sacando buenas notas. Conseguí uno, dos, tres trabajos que me gustaban y llegué a este punto de mi vida donde puedo pagar mi propia comida, mi par de cervezas, la gasolina de mi motocicleta (que compré yo solo, trabajando en un call-center, porque mis becas de niño-pobre-con-talento me permitieron aprender a hablar inglés).

Nunca voy a negar que nací en un barrio de Ciudad Delgado, uno de los municipio con más homicidios en El Salvador. Siempre voy a preferir la comida de mi abuela a la de un restaurante (le vivo rogando que me haga sopa de frijoles blancos o tamales de chipilín con queso). Mientras más conozco el resto del mundo, más amo mis raíces. Mientras más envejezco, más estoy convencido de que lo que haré el resto de mi vida es escribir. Para este país. Por este país. Porque este país. Aunque no me dejen entrar a todos los bares. Las cervezas cuestan tres coras en las tiendas de mi colonia.

A veces, cuando pido sin remordimientos agrandar mi combo de pizza, un café más caro que el regular o un postre chisquéic en un día que no es especial, siento que estoy celebrando mi clausura de tercer grado, que me sigo felicitando por ser un buen estudiante. Bien, Alejandro, ¡lo lograste! ¡Mirá qué tan lejos estás!

Lo más valioso de una persona es su dignidad.


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