Callejones con algunas salidas para los jóvenes migrantes

Briseida cumplirá 12 años en marzo próximo. Llegó a los Estados Unidos huyendo de su padre, el hombre que le puso varias veces un cuchillo en la garganta mientras, en arranques de celos, gritaba a la madre de Briseida que las mataría a ambas. Gloria tiene 20 años. Cruzó el río en 2012, cuando tenía 17. Ella también ha pedido asilo: dice que un pandillero la violó y la embarazó, y que si regresa a El Salvador la van a matar. Alan tiene 18 años. También viajó al norte siguiendo a su hermana, Brenda, quien había huido meses antes de un grupo de pandilleros que la violaron y contra quienes testificó en un tribunal de Soyapango. Todos han pedido asilo en los Estados Unidos. Según las estadísticas, la posibilidad de que un juez migratorio les conceda el beneficio es casi igual a que los deporte: a noviembre de 2014 49.8% de los 14,563 migrantes que pidieron asilo lo obtuvieron. En el caso de los salvadoreños, y de los centroamericanos del Triángulo Norte, la violencia doméstica y la persecución por pandilleros están entre las principales causas alegadas ante los jueces según datos de Trac Immigration, un programa de la Universidad de Syracuse.

Briseida cruzó a los Estados Unidos, por Texas, en marzo de 2013, cuando tenía 11 años. Iba con su madre. Cerca de la frontera, al poco tiempo de haber cruzado, el coyote las metió en una casa. Les dijo que tenían que pagar $3,000 extra por cada una si querían seguir hasta Houston.

En la casa había otras 70 personas, según los cálculos que la madre de Briseida haría meses después cuando relató su historia a los abogados de Seattle que hoy llevan su petición de asilo ante un juez migratorio. Unas 70 personas con las que Briseida y su madre tenían que compartir el galón de agua y unos pocos pedazos de pan que los coyotes dejaban para todos. Una noche, las dos mujeres huyeron por una ventana que los coyotes habían dejado abierta.

Pero todo eso, el viaje, el susto en la casa de los coyotes, la inmundicia compartida mientras las tuvieron secuestradas suena a poco en comparación con el terror que Briseida y su madre dejaron atrás, en El Salvador. Ese terror tenía el rostro, el nombre, la presencia familiar del hombre al que la niña llamaba papá.

Los recuerdos de Briseida y de su madre están anotados en un diario elaborado por un pasante de la oficina legal que lleva su caso de asilo.

“El padre de la niña abusó física, verbal, emocional y sexualmente de la madre, a la que violaba regularmente. En 2012, el hombre violó a la madre de Briseida y, mientras lo hacía, sostenía un cuchillo en el cuello de la mujer. Ese año, el hombre amenazó con matar a la niña; también puso un cuchillo en el cuello de la pequeña”, dice en el reporte que los abogados presentaron, en inglés, a la corte como testimonio.

La madre de Briseida lo cuenta en español con frases cortas, parecidas a las escritas en el documento legal. Poco en su voz denota emoción: casi todo su relato es en un tono sereno, neutro. Hasta que llega al día en que su exesposo “de verdad se volvió loco”. Dice la mujer que el padre de Briseida, en uno de sus arranques histéricos, tomó a la niña por la cintura y corrió con ella a cuestas hasta una calle con bastante tráfico. “Se salvaron por poquito, poquito, porque el motorista logró frenar, por poquito”.

La puerta de su matrimonio no fue la primera que la violencia le cerró a la madre de Briseida. Ya antes, miembros de la pandilla MS13 habían matado a su hermano, el tío de la niña, y a otros dos familiares. La mujer tuvo que hacerse cargo de los entierros. Por eso, los pandilleros la marcaron y no dudaron de acusarla de que los había delatado cuando la policía empezó a seguirles los pasos.

Cuando su exesposo “de verdad se volvió loco”, la madre de Briseida fue a la Policía Nacional Civil, pero, dice, los policías nunca llegaron a llevárselo. El único camino, cuando todas esas puertas se cerraron, apuntaba hacia al norte.

“El padre de la niña abusó física, verbal, emocional y sexualmente de la madre, a la que violaba regularmente. En 2012, el hombre violó a la madre de Briseida y, mientras lo hacía, sostenía un cuchillo en el cuello de la mujer. Ese año, el hombre amenazó con matar a la niña; también puso un cuchillo en el cuello de la pequeña”

Dicen los abogados de Briseida y su madre que la mujer contó esta historia por primera vez a los oficiales de la Patrulla Fronteriza a quienes se entregó cuando escapó de la casa de los coyotes en la frontera tejana. Los agentes estadounidenses, dicen los abogados, violaron la ley porque, en el primer reporte escrito sobre este caso, no dejaron constancia de que Briseida y su madre temen que le hagan daño, que las maten, si vuelven a El Salvador. Luego hubo otra entrevista y esta vez si quedó constancia de que ambas migrantes habían expresado “temor creíble” de regresar a su país de origen.

Basados en la figura legal conocida como “pertenencia a un grupo social particular bajo amenaza”, los abogados de la oenegé que representa a Briseida y su madre -cuyo nombre no se revela por ser este un caso que aún está en curso- presentaron una petición de “asilo defensivo”. Los representantes legales de las dos salvadoreñas dicen que pueden probar la pertenencia de ambas a cualquiera de los siguientes grupos sociales: mujeres incapaces de escapar de un relación de violencia doméstica, testigos o informantes de la policía o menor carente de protección familiar.

La madre de Briseida había contado a los agentes migratorios y a sus abogados de los dos tipos de violencia que conoció: la de su marido, el loco violento, y la de los pandilleros. Por ahora, según especialistas en este tipo de asilos, el argumento de la violencia doméstica es el que más posibilidades tiene de ser tomado en cuenta por un juez para conceder el beneficio. En casos basados solo en el argumento de violencia pandillera, los jueces suelen ser menos condescendientes.

En 2012, centros no gubernamentales de asistencia legal a lo largo de Estados Unidos empezaron a notar que las cifras de casos de asilo denegados, sobre todo a indocumentados jóvenes, mostraban tendencias al alza. Ese año, de hecho, cerró con un aumento de casi tres puntos porcentuales respecto al anterior en casos denegados de acuerdo a las cifras de la Universidad de Syracuse. Abogados como los de Briseida y su madre, o como otros consultados que llevan casos similares en Virginia, Maryland y Nueva Jersey, atribuyen esa alza, en parte, a la incapacidad de los jueces para entender la gravedad de la violencia pandillera en Centroamérica.

Según las abogadas Lisa Frydman y Neha Desahi, del no gubernamental Centro de Estudios de Género y Refugiados basado en San Francisco, en los últimos años ha surgido “una tendencia perturbadora… en la interpretación de (el concepto) “grupo social particular” y la adjudicación de asilo a individuos que huyen de pandillas”.

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Iglesia de San Xavier, en las afueras de Tucson, Arizona, en la ruta que siguen miles de migrantes centroamericanos. Foto de Héctor Silva Ávalos.

Frydam y Desahi escribieron, precisamente en 2012, un reporte sobre las dificultades que enfrentan los inmigrantes indocumentados que buscan asilo en los Estados Unidos basados en alegatos de persecución pandillera.

“…Las cortes han fallado en reconocer el temor a la violencia de las pandillas como base para conceder asilo. Los rechazos frecuentes (en estos casos) parecen estar basados en el temor a aumentar los flujos de migrantes, falta de entendimiento del precedente (jurídico) o ignorancia de las condiciones en el terreno. Estos rechazos… han provocado que personas que deberían ser refugiadas sean deportadas hacia su muerte en violación con la ley de los Estados Unidos y sus obligaciones internacionales”, escriben las académicas en el reporte titulado “Faro de esperanza o fracaso en la protección: El tratamiento en Estados Unidos a las peticiones de asilo basadas en la persecución por pandillas organizadas”.

Cuando Frydam y Desahi hablan del “precedente jurídico” se refieren el requisito de mostrar pertenencia a un grupo social particular bajo amenaza. Las académicas abundan, en su reporte, en las consideraciones legales y en la jurisprudencia que muestra como abogados migratorios lograron, en la década pasada, convencer a los jueces que migrantes sujetos a violencia doméstica, posibles testigos contra organizaciones de crimen organizado o, incluso, los homosexuales, podían considerarse como grupos particulares. De lo que se trata ahora, dicen abogados migratorios en Washington DC, es de ganar suficientes casos en que los peticionarios aleguen persecución de pandillas para establecer el precedente que permita, en el futuro cercano, considerarlos un grupo especial.

“Al final, una buena representación legal, apoyada en la colaboración de expertos que puedan proveer evidencia sobre las operaciones y dinámicas de las pandillas serán capaces de cambiar la tendencia (de negar asilo)”, escriben Frydman y Desahi.

Las estadísticas parecen dar la razón a las académicas. De los 63,721 menores indocumentados que tenían pendientes casos en cortes migratorias a octubre de 2014 solo un tercio, de acuerdo a las estadísticas de Syracuse, era representado por un abogado ante el juez migratorio. De los que sí tenían abogados, el 80% logró quedarse en los Estados Unidos el año pasado; entre quienes no tenían poco más del 15% se quedó.

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Ilustración por Calacín.

Los argumentos de Alan y Gloria

Abel, el padre de Alan, no dudó en pagar a los abogados que representan a su hijo ante un juez migratorio. En diciembre pasado, Alan se presentó a la corte para dejar constancia de que volver a su lugar de origen, la colonia Sierra Morena de Soyapango, en El Salvador, le provoca temor; llegó a decirle a un juez de Nueva Jersey que si vuelve lo van a matar.

Abel también ha desembolsado para pagar al experto, un académico basado en Washington, cuyo reporte pretende explicar al juez que entre los códigos de los pandilleros de la Sierra Morena está matar a quienes consideran traidores, enemigos o simplemente un peligro. A Alan los pandilleros lo buscaban porque su hermana, Brenda, le contó a la policía que la violaron y la obligaron a participar en una extorsión.

Ya en marzo de 2014, Abel le había pagado a un coyote para que llevara a Brenda a Nueva Jersey. A finales de mayo pagó por el viaje de Alan. El 11 de junio de 2014, el joven, entonces de 17 años, dejó Reynosa, en México, donde oficiales migratorios le dijeron que caminara las cuatro horas que se hacen a pie hasta McAllen, en Texas, donde lo detuvieron. El 28 de junio, la Oficina de Alivio para Refugiados de Estados Unidos lo entregó a su padre.

Dice Abel que aún no ha podido enrolar a su hijo en la secundaria, pero seguirá intentándolo. Por ahora, sin embargo, la prioridad financiera es pelear el asilo para ambos, Brenda y Alan, en la corte.

Los abogados son cautos, pero también optimistas, al hablar de las posibilidades de que los jueces en los casos de estos hermanos resuelvan a favor de sus clientes. “Ambos menores pueden calificar para asilo basados en su temor de sufrir daños a manos de pandilleros en El Salvador”, dice un reporte preparado a principios de diciembre de 2014.

En el caso de Alan el tiempo apremia: el menor está a punto de dejar de serlo. “Pronto cumplirá 18 años, y lo más probable es que lo envíen a una lista de adultos sujetos a deportación. Por eso ideal era que la petición se hubiera introducido antes de que cumpliera 18 años, en agosto de 2014, pero a los menores generalmente se les concede un año de gracia, por lo que la petición no puede ser en ningún caso después de agosto de 2015”. La petición, de hecho, fue introducida a finales del año pasado.

Cuando trabajadores sociales visitaron a Abel y su familia en Nueva Jersey, como parte del proceso legal de asilo, hicieron una pregunta sencilla que Alan respondió sin titubear. ¿Te gusta el lugar donde estás viviendo?, cuestionaron. “Sí”, dijo el menor, y agregó: “Me quiero quedar aquí”.

Para quedarse, Alan y sus abogados deberán probar ante un juez que la amenaza es real, que los pandilleros lo pueden matar si regresa. Algo similar debe hacer Gloria, otra salvadoreña, de 20 años, cuyo caso también está en una corte migratoria en el estado de Washington, en la esquina noreste de la Unión Americana.

Gloria tenía 12 años cuando su madre se fue de El Salvador a la costa oeste de los Estados Unidos. Se quedó con su padre, pero las cosas se complicaron: él es policía y tuvo que dejar la casa familiar, en una zona bajo control pandillero en Apopa, para que no lo mataran. Desde entonces, Gloria vive con sus abuelos maternos, en una casa donde la violencia y el abuso se sientan todos los días a la mesa.

El relato de Gloria en su petición de asilo, resumido por los abogados, es una colección de horrores. “Creció siendo víctima del abuso sexual, infantil y sicológico. Un tío la abusó cuando era pequeña. Un primo la violó. Su abuela la golpeaba. En 2009, dos primos cercanos fueron asesinados por miembros de la MS-13. Su abuelo, a quien ella consideraba su padre, murió poco después, por la ansiedad que le provocó la amenaza de las maras”.

A finales de 2011, cuando tenía 16 años, un pandillero la violó y ella quedó embarazada. Gloria cree que la violación fue una forma de advertir a su familia para que dejaran de hablar con la policía de los primos muertos. Poco tiempo después de la violación la joven dejó de ir a la escuela. Estaba desesperada. Con unos cuantos dólares en la bolsa se fue para México, sin papeles, sin avisar a nadie en casa. Sola. El viaje duraría tres meses.

Desde México, Gloria le habló a su madre, que entonces vivía cerca de Seattle. Le contó todo. La mujer le envió $3 mil para un coyote. Empezó, entonces, otro horror. El coyote quiso obligarla a tener relaciones sexuales; cuando ella se negó el hombre la dejaba sin agua y comida durante varias horas…

Embarazada, a punto de parir, Gloria entró a los Estados Unidos en julio de 2012. Su madre contrató un abogado, quien prefiere hablar de las buenas posibilidades que la joven tiene de conseguir un asilo. “Aún me cuesta procesar tanto dolor”, dice este abogado sesentón que lleva 20 años litigando casos migratorios y aún no se acostumbra.

Parte del relato de Gloria, elaborado por los abogados que la representan ante un juez migratorio.

Parte del relato de Gloria, elaborado por los abogados que la representan ante un juez migratorio.

En un resumen sobre el caso de Gloria, el abogado, quien prefirió no identificarse, escribió: “Gracias a un fiscal razonable de ICE (siglas en inglés de Agencia de Migración y Aduanas) logramos detener la deportación mientras su petición de asilo está pendiente. Su petición está basada en la pertenencia a un grupo social particular, que incluye: su status como mujer percibida como propiedad sexual de un pandillero; su status familiar como hija de un oficial de policía; su status como miembro de una familia que se resiste al reclutamiento pandillero…”

Julio en la tierra de nadie

Hay un horror que Briseida, Alan, Brenda y Gloria no han tenido que añadir a sus listas particulares, el de no tener un hogar donde vivir en los Estados Unidos. Para estos cuatro jóvenes, la parte más fea de la pesadilla sigue estando en El Salvador o en el viaje hacia el norte. En Estados Unidos hay, por ahora, salidas legales al callejón por el que sus vidas caminan debido a la violencia. Julio, otro salvadoreño, sí ha tenido que añadir el horror de no contar con nadie en ningún lado.

Julio entró a Estados Unidos en el verano de 2014, en agosto. Él es uno de los cerca de 68,000 menores que aquí llaman indocumentados sin compañía, los que provocaron la crisis política que hizo a la Casa Blanca volver a hablar de migración, a Barack Obama arriesgarse a tomar medidas ejecutivas -sin consultar al Congreso- para frenar la deportación de 5 millones de indocumentados y que ha puesto a las burocracias de Washington, San Salvador, Guatemala y Tegucigalpa, las capitales del norte de Centroamérica, a hablar de un plan llamado Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, cuyo objetivo es, en el papel, atacar las causas que provocan la migración de jóvenes como Julio, Alan, Brenda, Gloria y Briseida.

Nada sabe Julio de lo que pasaba en Washington cuando él llegó a Texas.

Como a muchos otros, a Julio las autoridades estadounidenses lo entregaron a sus familiares. Los problemas empezaron casi desde que llegó a Maryland, a vivir con unos tíos a los que nunca había visto: él, un primo lejano de la tía con la que él creció en El Salvador; ella, la esposa peruana de su tío. Los padres de Julio ya murieron.

El tío advirtió a Julio que tenía que ponerse a trabajar rápido, porque el cuarto y la comida no serían gratis. Pero no fue fácil encontrar trabajo: las esquinas de los jornaleros en Langley Park, Maryland, estaban ya saturadas. El joven no pudo pagar. El tío lo echó. Desde entonces, Julio ha dormido en la calle.

El único refugio en Maryland, y en específico en el condado de Montgomery, para los últimos de la fila, los que como Julio deben añadir al abandono, la violencia y el maltrato el horror de estar solos, son las 10 camas del albergue administrado por el Centro para Nacional para Niños y Familias del condado.

Sheryl Brisset Chapman, la directora ejecutiva del Centro, estuvo en diciembre pasado en la sala de sesiones del Consejo del Condado de Montgomery, en Rockville, Maryland, para hablar de los retos que los menores indocumentados llegados hasta ahí suponen para los servicios públicos. Ante el consejo llevó la mujer historias como las de Julio, o como las de otro joven de 19 años, indocumentado, que no habla inglés y no tiene donde vivir. “Lo dejaron con los abuelos en El Salvador, pero la abuela murió y vino para acá. Ya la MS trató de reclutarlo. En su pasado hay mucha violencia. Intentó vivir con unos amigos pero no tenía dinero para pagar la renta. Finalmente llegó hasta nosotros”, resumió Chapman.

Esta mujer habla de la otra acera de este callejón, la que existe solo después de cruzar, con asilo o sin él, las fronteras impuestas a los migrantes por la geografía, las leyes, la violencia, la pobreza. En esa acera, la que ella atiende, el tema es procurar que estos jóvenes no terminen reproduciendo las violencias que han conocido desde el nacimiento.

“Si no los atendemos crecerán enojados con el mundo y tendrán hijos aquí en Estados Unidos que reproducirán estos esquemas de marginación y violencia”, dijo Chapman en la sesión de Rockville.

Cuando terminó su presentación, uno de los consejales de Montgomery le preguntó qué necesitaba el refugio. “Más camas”, dijo Sheryl Brisset Chapman. “Si tengo 18 camas en lugar de 10 o 12 puedo atender a más jóvenes, moverlos a un mejor ambiente”.

Para Briseida, Alan, Brenda y Gloria la salida del callejón depende de jueces migratorios que deben decidir si los jóvenes pertenecen a grupos sociales particulares bajo amenaza. Para Julio, la salida estrecha es apenas una cama en el albergue para los sinhogar del condado de Montgomery, en Maryland.

 

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