Boyhood, tan simple como la vida

Niñez (de un hombre), como puede traducirse el título de Boyhood, ya ha recibido los aplausos de la crítica especializada en Estados Unidos. Los comentaristas alaban a su director, Richard Linklater, sobre todo por haberse arriesgado a filmar la película con un presupuesto relativamente bajo y en un periodo de doce años, utilizando durante todo ese tiempo a los mismos actores como protagonistas. Lo más destacable de esta película, sin embargo, es la capacidad de este cineasta de dibujar, con un par de trazos, toda la intensidad de esos momentos que no son, digamos, de película pero sí son de los que suele estar llena la vida: la frustración de una madre cuando su hijo deja el nido; la intensidad de un padre divorciado que pretende ser cuate, proveedor, confidente, mentor, todo en un fin de semana; la sonrisa cómplice del ser que te reta la entraña en la adolescencia. Y así. Ahí, en esos momentos, que el director retrata con una sencillez hermosa, está la magia.

 

Boyhood es una mirada a la vida de Mason, un niño estadounidense blanco de clase media e hijo de padres divorciados. La película es, desde su guión, arriesgada: el drama, la tensión necesaria en toda historia para mantener la atención del espectador, no viene dado por la tradicional línea narrativa de clímax y anticlímax, sino, sobre todo, por la lenta evolución de los personajes en su cotidianidad. No hay, en esta película, montañas rusas de aventuras o de súbitos falsetes argumentales que empujen al protagonista al límite. Aquí hay, de nuevo, 12 años de niñez encapsulados en dos horas y media de cinta.

Si hemos de buscar una forma de etiquetar los tiempos dramáticos los hemos de hallar en las tres edades de Mason, interpretado en tiempo real por Ellar Coltrane: cuando Mason tiene 6 años, Ellar tiene 6 años; cuando Mason tiene 12, Ellar tiene 12 y cuando Mason tiene 20, Ellar tiene 20.

Frente a cámara, la cotidianidad del niño y su entorno existe según la intensidad intrínseca a cada momento. A veces las furias internas son más explícitas, como en la escena en que el primer padrastro del niño, un profesor borracho y abusivo, desata su rabia en el comedor: vemos al ebrio estrellar su vaso en la mesa, vemos que el vaso se quiebra en mil pedazos y nos provoca, a nosotros y al resto de personajes, un susto importante: la violencia está ahí, la vemos, sin necesidad de que deba desplegarse en forma de moretes, sangre o gritos. A veces, la exposición es más sutil, como cuando vemos a la madre de Mason tirada en el suelo, llorando, y adivinamos que el borracho la ha golpeado.

Así como reproduce la tensión dramática de la violencia a fuerza de actuación y acciones oportunas, así convierte Linklater en imagen otros momentos preciosos del interior de Mason y de su entorno. Imperdible es, por ejemplo, la escena en que el niño, hecho ya adolescente, intercambia toda su inseguridad, su deseo, su complicidad, con otra niña-joven: con los gestos de ambos, de él y de ella, expuestos en las dosis justas frente a la cámara, el director cuenta y convence.

Ya en Before Sunrise, la primera de su trilogía Before, en la que cuenta la relación de una pareja –Ethan Hawke él, Julie Delpy ella–, Richard Linklater nos había introducido en esa su manera peculiar de contar: emociones internas expuestas ante la cámara gracias a una mirada, un gesto, o gracias a pequeñas metáforas construidas solo con la cámara (en Before Sunrise, por ejemplo, una de las escenas más hermosas es esa en que la cámara de Linklater pasa, después del amanecer, por los lugares vacíos en que los protagonistas habían construido su romance la noche anterior: un callejón, la puerta de un bar, un parque).

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Patricia Arquette, nominada al Oscar a la mejor actriz de reparto por Boyhood. Foto de Flickr Commons

En Boyhood, el juego de ver crecer al protagonista frente a la cámara, sin aditivos de maquillaje o efectos especiales, dicen algunos, es lo que da al filme una autenticidad única. Creo que eso es solo parte de esta ecuación visual: en efecto, ver al actor crecer, literalmente, frente a la cámara añade un factor dramático muy atractivo, pero no lo es todo; es quizá más importante que Linklater le haya construido a su protagonista –un actor primerizo que es correcto pero no excepcional– una red de protección impresionante, que empieza con los actores que le acompañan en pantalla, sobre todo con Patricia Arquette, quien interpreta a su madre y está nominada al Oscar a la mejor actriz de reparto por ello.

No es arriesgado decir que la temporada de Oscares es ese breve paréntesis en que, si nos fijamos bien, podemos ver a la industria del cine estadounidense huir de sí misma. Con suerte, y cuando esa temporada es buena, veremos películas que se parecen en muy poco a las toneladas de basura que recibimos el resto del año. La fórmula no es exacta, pero este año hay, en la lista de nominada a mejor película, varias muestras de ese cine trascendente que también es posible en esta industria.

Pues este año una de esas muestras es el Boyhood de Linklater, un director arriesgado que ya hizo de narrar el continuum de la vida, sin demasiados edulcorantes fabricados, su marca de presentación. Eso es, sin edulcorantes: las emociones, en esta película, vienen dadas solo por la capacidad de los actores y la de Linklater de extraer de ellos la fuerza dramática necesaria para sostener las escenas y la narración entera; no hay aquí grandes partituras musicales, canciones, efectos especiales, solo actores y el director, solo seres humanos. Ahí está la magia.

Por su frescura, por la capacidad de su director de poner frente a una cámara las emociones humanas que hacen la vida, por la intensidad con que Patricia Arquette se hace madre frente a nosotros, por todos sus riesgos Boyhood debería de ser una de las principales contendientes a la mejor película de este año. Boyhood y Selma, por otras razones (esta crítica la próxima semana), son mis favoritas.

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