Bellas y bestias en una tierra de fantasías

En plena guerra, dos hechos culturales procedentes del extranjero amenazaron con minar los valores más profundos de la sociedad salvadoreña. Por eso, fue necesario clamar desde el ámbito privado hacia la esfera pública para que se detuvieran tales afrentas ante los principios más esenciales y constituyentes de la sociedad salvadoreña, que por entonces vivía uno de los capítulos más terribles y sangrientos de toda su historia.

La primera alerta llegó desde el cine, en 1988. Un director llamado Martin Scorsese amenazaba el estatus quo nacional con su película La última tentación de Cristo, en la que el actor Willem Defoe encarnaba al Cristo crucificado que, en éxtasis mortal, pensaba en María Magdalena y sufría un erección descomunal. Hasta ese momento, nadie del territorio salvadoreño había leído la novela de igual título, escrita por el griego Nikos Kazantzakis y publicada en 1953, dentro de la misma tónica de Barrabás (1950), la pieza literaria del sueco Pär Lagerkvist que le valió el Premio Nobel de Literatura.

Si ya de por sí aquello era escandaloso, la siguiente etapa de ataque contra valores y principios llegó desde Brasil, con la popularización del tema musical bailable Lambada, considerado el “baile prohibido”, “excitante de la sexualidad más desbordada” y muchos otros argumentos, que fueron los que esgrimieron diversos grupos religiosos y civiles para exigirle al Ministerio del Interior y a la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos que censuraran la emisión de aquel baile infernal en las estaciones de radio y televisión del país.

Ya sea por separado o en conjunto, grupos civiles y religiosos y el gobierno salvadoreño han hecho ataques contra todo lo que de fuera vaya en contra de la cultura nacional y su buena forma de vivir.

En 1919, la alta curia nacional denostó desde los púlpitos contra las mujeres que decidieron cortarse el pelo, en imitación de una joven seguidora de Coco Chanel, que se exhibió en la plaza Bolívar (ahora Barrios) con aquella “melenita” que hizo estremecer a los valores nacionales y les abrió una nueva posibilidad de trabajo a los peluqueros del país, a la vez que abrió una fuente de nuevos empleos mediante los salones de belleza. Uno de esos salones de arreglo femenino fue comandado por Madame Rosteau, una californiana experta en asuntos de belleza y en teosofía, que fue una de las grandes amigas y confidentes del brigadier, presidente y también teósofo Maximiliano Hernández Martínez.

Durante su mandato, el brigadier Hernández Martínez hizo todo lo posible por censurar las publicaciones de la prensa nacional e impidió la difusión del jazz nacional e internacional, al considerar los efectos negativos que producía esa “música negroide” (así, tal cual) en las mentes del público nacional. Para entonces, el jazz salvadoreño había realizado impresionantes avances con la introducción de la marimba en las presentaciones de grupos como el Plus Ultra y otros. Ojalá el brigadier de las aguas azules hubiera tenido tanta mano dura contra el tráfico de estupefacientes en el país, pues durante su gobierno se dieron hechos muy lamentables y nefastos con el narcotráfico internacional, uno de los capítulos más severos y desconocidos de ese gobierno tan alabado por muchas personas de la actualidad.

Para lograr sus cometidos, el gobierno martinista copió muchas de las disposiciones de censura emitidas por el generalísimo español Francisco Franco Bahamonde. Así, fundó el Circuito de Teatros Nacionales para controlar las proyecciones de cine, tarea en la que contaba con el apoyo de una Comisión Nacional de Espectáculos Públicos.

Toda expresión artística considerada como una afrenta a los valores y principios religiosos de la sociedad salvadoreña es digna de ser censurada. De ese pensamiento no se libran ni los sectores de derecha ni los de izquierda. Hace unos pocos meses, unos cuadros de una exposición colectiva de de pintura fueron censurados a última hora para su exhibición en la Sala Nacional de Exposiciones “Salarrué”, porque en uno de aquellos cuadros aparecía Jesucristo en su última cena terrenal acompañado de unos cuantos mareros.

Esa apología del delito no podía pasar entonces ni ahora, cuando recién se le ha impedido tocar a una banda musical extranjera bajo un argumento semejante. Hay que agradecer ambos hechos a los trabajadores gubernamentales tan vigilantes de que la cultura nacional sea sana, congruente con los valores propios heredados de la conquista española y que no perviertan las mentes ingenuas y frágiles de la niñez y la juventud salvadoreñas.

Narconovelas, series de Netflix, canciones de Maluma y otros exponentes de diversos géneros (desde el hip hop, el perreo, el reguetón y un largo etcétera) obtienen permisos para ser emitidos por la televisión abierta, por cable y digital, así como por las salas de cine del país. Sangre y muerte, drogas, perversiones cuasi satánicas, devastaciones apocalípticas y mundos distópicos con mezcla de especies humanas y humanoides aparecen ante los ojos y mentes de nuestra niñez y adolescencia. Por fortuna, la vivencia diaria de violencia y asesinatos hace que esos productos culturales sean vistos como materiales cotidianos, por lo que no merecen ser censurados ni controlados. En caso de serlo, nunca faltara el buen proveedor de discos piratas que pueda suplir esa carencia a módicos precios.

Ahora, de nuevo la cultura extranjera amenaza con minar los más profundos valores sociales de El Salvador. Se trata de un nuevo ataque del lobby LGTBI internacional, disfrazado dentro de uno de los productos infantiles más entrañables que ha tenido y querido el pueblo salvadoreño. No pensemos en que Walt Disney fue un señor racista y misógino, sino un excelente ciudadano estadounidense de la era anticomunista MacCarthy y alguien muy importante por haber creado todo un mundo de fantasía, donde las princesas adolescentes se casan con sus príncipes azules y vivieron felices hasta el fin de los tiempos. Su legado ha sido penetrado y profanado por el temible lobby LGTBI, que ha introducido a un personaje gay de tercera categoría en la nueva adaptación de La bella y la bestia, protagonizada por la actriz británica Emma Watson.

Ese minúsculo personaje masculino, ayudante del antagonista Gastón, representa algo terrible y deshonroso para varios grupos cívicos, religiosos y políticos de El Salvador, quienes ni siquiera han visto la película, pero asumen como suyas las disposiciones emitidas el la Rusia homofóbica de Vladimir Putin y dentro de los reductos más esenciales del republicanismo estadounidense, que aún se debate entre su fidelidad al Tea Party o en prestarle juramento nuevo al nuevo inquilino de la Casa Blanca. Quizá muchas de esas personas debieran de recordar que Steve Jobs le rindió un homenaje con su logo de Apple al gay que ayudó a detener la Segunda Guerra Mundial y creó la primera computadora del siglo XX, pero que se suicidó con una manzana envenenada (¡cómo en la Blanca Nieves de Disney!) al sufrir acoso ciudadano, policial y judicial por su inclinación sexual. Si aún no la han visto, sería bueno que esos defensores de la ley y el orden buscaran The Imitation game, donde Benedict Cumberbatch encarna al genial Alan Turing, una figura de la informática mundial ahora honrada y ensalzada hasta por la reina Elizabeth II.

Dicho todo lo anterior, no se puede permitir que un personaje gay afecte a esa adaptación del clásico de Disney de hace 25 años. Es importante impedir su exhibición en las salas de cine de El Salvador. Así se mantendrá a salvo la integridad mental de nuestra niñez y adolescencia, para que no se tergiversen sus roles sexuales y que la especie humana pueda continuar. Es un buen alegato, porque dudo mucho que hagamos un análisis más sesudo del filme, donde una chica inteligente es secuestrada en un palacio por un animal (la Bestia es eso, de hecho, pero lo salva su humanidad, como al Minotauro griego), ante lo que sufre aquel síndrome de Estocolmo y termina salvando todos los obstáculos en nombre del amor. Es una hermosa historia. Pienso que sería bueno exhibirla a todas y cada una de las más de 160 mil niñas y adolescentes salvadoreñas que han resultado embarazadas en los últimos siete años. Todos necesitamos amor en estos tiempos de la cólera, mientras la corrupción, las diversas formas de violencia y las perversiones del mundo aún no llegan a nuestra sociedad.

Por cierto, quizá sería bueno también revisar el impacto cultural efectivo que tiene el cine en la sociedad salvadoreña. En lo personal, hace años que no voy a ninguna sala de proyecciones cinematográficas para ver filmes recientes. La televisión, las filmotecas y las bibliotecas me son de gran ayuda, en especial cuando acudo a ver filmes clásicos en compañía de mi hija de siete años. Los productos culturales televisivos (en especial, los de origen estadounidense, mexicano y colombiano) tienen marcadísima influencia en las mentes frágiles de nuestras niñez y juventud, pero nadie se ha propuesto verlos para descubrir en ellos a los gays y lesbianas que pululan por House of Cards, Cómo defender a un asesino y en las noches de clímax de varios canales de gratuidad o paga.

Por fortuna, la nueva materia de Moral, Urbanidad y Cívica (la que ya existía en tiempos de dictaduras de antaño) pondrá las cosas en su lugar en muy poco tiempo. Tras eso, el futuro nos esperará con los brazos abiertos. Brazos heterosexuales, desde luego.

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