Barcelona

Fue mi casa durante poco más de un año. Ahí estudié mi maestría en periodismo en el Palau Les Heures de la Universidad de Barcelona. Ahí viví, junto a mis compañeros, catalanes, españoles, argentinos, peruano, nicas, uruguayo, venezolana, mexicanas, gringo, y junto a la mujer que desde hace 12 años es mi esposa, una de las mejores épocas de mi vida. En sus calles, en tan poco tiempo, aprendí mucho de lo bueno que hay en Europa. Que aún sigue habiendo.

Barcelona es, en sus barrios, una ciudad diversa. El puerto más importante que desde la Península Ibérica se abre al Mediterráneo. Es un puerto, sí, abierto al sur del norte, a África, y por el mar que lo baña al Oriente Próximo. Y ha sido, por ello, un lugar de acogida para cientos de miles de extranjeros que terminaron haciendo su vida allí, en lugares como El Rabal y Poblenou, barrios internos, o en Hospitalet, en las afueras.

Ahí, antes que en Estados Unidos, aprendí mucho de lo que sé sobre los oriundos de las antiguas colonias que durante siglos han poblado las metrópolis imperiales, o sus puertos, para alejarse del despojo en el que los gobernadores locales terminaron convirtiendo los territorios colonizados. Ahí aprendí, viví, mucho de lo que sé sobre las interminables migraciones hacia el norte.

En Poblenou, una vieja villa convertida en barrio por el crecimiento de la ciudad, vi todos los claroscuros de un lugar como Barcelona. Ahí supe, de primera mano, del racismo, del desprecio hacia el extranjero, pero también conocí el enorme esfuerzo de varios colectivos por integrar al foráneo. Conocí, por ejemplo, de un proyecto impulsado desde el barrio para integrar a los viejos vecinos catalanes con los musulmanes recién llegados desde Afganistán o Pakistán. Era un programa precioso: el ayuntamiento barcelonés apoyaba a las mujeres de las dos comunidades para que, a través de intercambios culinarios, ayudasen a que sus familias y la comunidad entera convivieran mejor. Escribí sobre ello.

Caminé las mil y una noches en Las Ramblas, desde el Colón hasta Plaza Cataluña, en busca del último bar, de la última copa, en busca de alargar las interminables madrugadas barcelonesas. O, en una versión menos noctámbula, las caminé docenas de veces y cada vez me impresioné por un detalle diferente, por algún olor que salía desde el mercado de La Boquería, por algún coro improvisado por artistas callejeros, por la irreverencia de los top-manta africanos…

Y de La Ramblas me interné a las callejuelas del Gótico hasta desembocar en Santa María del Mar, la catedral más fascinante de la ciudad. Y de ahí al Borne con su tufillo pijo. Y vuelta a El Rabal a los viejos garitos, los más viejos, los que llevan impresa de alguna manera la historia de todos los sueños, besos, pasiones y luchas que han vivido en esta ciudad.

Hoy, cuando vi en la pantalla de un celular las terribles imágenes que el terror provocó en Las Ramblas luego de un atentado dinamitero reivindicado por el Estado Islámico, me invadió, primero, una indignación profunda, violenta. Y luego, mucha tristeza. Pensé, de nuevo, en Las Ramblas, en ese lugar tan lleno de vida, tan propio de esa ciudad a la que amo. Tristeza. Inmensa.

Y empecé a buscar los posts de mis amigos en las redes sociales. Están bien. Mayra Bosada Morán, mexicana, su esposo Aitor y su hijo Mikel. JuanPe Chuet, porteño. Carlita Sánchez, intensamente salvadoreña, su esposo y sus dos hijitos. El maestro Carlos Cañas Dinarte. Javi Pereira, venezolano. Mariona, catalana entre los catalanes. Están bien. Asustados, pero bien. Mayra escribió que el susto no baja. ¡Fuerza, Mayra! A estos odios solo puede respondérseles con una sonrisa tan amplia, tan limpia, como la tuya. Mayra hizo de Barcelona su casa porque ahí encontró a quien amar y a quien la ama. Ella es parte, desde hace años, de esta ciudad diversa, de esas Ramblas donde el catalán y el español llevan siglos conviviendo con las lenguas que llegaron desde otras orillas de los océanos.

Y volvieron los recuerdos. Como aquella vez que, con Nico, Mariona, Elena, Leo, fuimos al bar de Hospitalet en el que Manu Chao toca sin avisar y sin cobrar. O las inmensas charlas en la plaza del Sol de Gracia. O las tardes tranquilas de domingo en el piso del Eixample (izquierda).

Nico, peruano, posteó uno de sus recuerdos; contó que una vez entrevistó a un funcionario del barrio La Sagrera, quien le dijo que ahí los robos llegaron cuando llegaron los peruanos. Me dolió, escribió Nico. Y luego nos contó lo que él aprendió en Hospitalet, donde vivía: el odio, la pendejada, el terror no son patrimonio de una religión, una raza o una nacionalidad. Pendejos y terroristas los hay en todos lados, de todos los colores. Si no le creen a Nico vayan y lean lo de Charlottesville y Donald Trump.

Y Sebas, uruguayo, escribió: si alguna ciudad no merecía lo que acaba de pasarle es Barcelona; y Sebas acompañó sus letras con un link a La Rumba de Barcelona, de Manu Chao. ¡Cuántas veces bailamos aquello!

Escribo y las imágenes de hoy vuelven, intransigentes. Los cuerpos inertes. La sangre. Los gritos. El miedo. Y desde aquí, en San Salvador, otra ciudad sitiada por el odio, el terror y la pendejada de tantos, quiero obligarme a pensar en la Barcelona más guapa, la que yo conocí, la que, a pesar de los odios, logró siempre convertirse en crisol de razas y lenguas. En puerto abierto al mar y a la tierra. Pienso en ella y me animo, aun desde la tristeza, a consolarla: ¡Fuerza, guapa!

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