Banalidad

Factum llega a su segundo año. Como es de esperarse, la edición de aniversario tiene que estar llena de notas y columnas de opinión con un matiz especial, sobre todo, porque luego de dos años de buenos reportajes y análisis que ponen el dedo en la llaga, todos aún buscamos una realidad mucho más esperanzadora sobre la que hablar.

Lamentablemente, los temas de la agenda nacional siguen teniendo el mismo ciclo de crisis y olvido que no nos permite concentrarnos para encontrar soluciones o –al menos– señales de cordura sobre lo que debería ser prioritario para dejar la mediocridad que nos ha caracterizado como país.

Tanto los grandes problemas nacionales como las demandas cotidianas de las personas son vistas con tal simpleza y superficialidad que no nos damos cuenta de que ignoramos y demolemos derechos fundamentales, que cualquier sociedad civilizada hace prevalecer a toda costa. Hemos llegado al grado de tachar abusos históricos como simples acciones coyunturales a favor de un beneficio a largo plazo, para poder repetirlos con tranquilidad. Esto debería ser al menos vergonzante, sobre todo porque el resto de los que nos llamamos salvadoreños no hacemos más que consentir y esperar sin hacer nada.

Pensar que el país cambiará solamente atacando la corrupción de la actual gestión, o que la causa de los problemas es un plan orquestado dentro de la coyuntura electoral, es creer que el país está plagado de idiotas. La desigualdad producto de la pobreza, la decadencia del sistema educativo y de salud, la corrupción que caracteriza la administración pública y la impunidad innata a nuestro sistema de justicia son males complejos que, además de un análisis profundo, necesitan ser resueltos desde la sensatez y no quedarse en simples argumentos panfletarios.

La simpleza con la que se toman decisiones no es coyuntural, sino que se ha instaurado como un hábito y aquellos que logran ser decentes y generar acciones de cambios son vistos como aves raras que nos terminan incomodando o generando dudas.

Lo nefasto es que está forma tan banal de ver a nuestra sociedad y sus problemas se expanden a todos los ámbitos nacionales y como salvadoreños buscamos la manera de acomodarnos para poder vivir con tranquilidad el día a día, de una manera que en otros países es impensable y denigrante. Estamos tan acostumbrados a la manera tan superficial en que se nos venden las cosas –porque sí, al final comprando cualquier cosa– que los abusos y las arbitrariedades, que en algún momento se nos prometieron cambiar, son parte de la astucia que cualquier persona debe tener si lo que quiere es mejorar, sin importar el cómo.

Quizás por todo esto es que la judicialización de casos de corrupción de los últimos meses, liderada por el fiscal general, es visto con tanto desencanto y desconfianza. Es tachado de marioneta del país del norte, como la presentación de un show o como meras ganas de figurar como su antecesor, cayendo nuevamente en el simplismo y lo acostumbrado. Que las cosas funcionen, como nunca lo han hecho, nos asombra y hasta indigna.

Estas reacciones son el ejemplo del caldo de cultivo en el que nos encontramos para que cualquiera argumente visceralmente contra los esfuerzos por solventar los problemas, apelando a la ideología y a las malas intenciones.

Nuestra sociedad, como cualquier otra, es compleja, producto de su historia y de sus errores. Darnos cuenta de que más allá de la búsqueda del poder y la hegemonía sobre el resto, lo que realmente se necesita es generar condiciones de bienestar estructural para las personas en lugar de sacrificarlas esperando el derrame económico o la revolución.

Las acciones que resuelvan los problemas de forma eficiente y sostenible deberían ser vistas con esperanza, respeto y apoyo, no como carne de cañón para los editoriales y entrevistas matutinas. Al final, son acciones y no palabras que se quedan olvidadas al salir al tráfico.

Debemos aceptar que vivimos en un sistema sostenido y basado en injusticias, impunidad y arbitrariedades, donde los honestos son olvidados y los astutos están en Nicaragua o se les ponen obeliscos y banderas tricolores. Por eso, aprovecho para felicitar Factum por volverse una herramienta incomoda y crítica ante el simplismo con que se presentan los problemas y una ventana de catarsis para quienes intentamos poner un granito de arena para ir más allá de la banalidad.

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