Armar a los civiles e invocar al paramilitarismo no son soluciones

Las viejas ideas que el Estado salvadoreño ha vuelto a poner en la mesa para enfrentar la delincuencia y la violencia son malas ideas. Pésimas. Y son viejas: no son más que el reciclaje con tonos populistas de la masticada falacia según la cual armar a la población civil resolverá de alguna forma los problemas en un país donde el Estado de Derecho es cada vez más frágil.

Primero fue el presidente de la República, a través de su vocero, quien apoyó la posibilidad de entregar armas de fuego a los civiles que integren los comités de ciudadanos de defensa y, a la par, darles autoridad para usarlas con el fin de “mantener seguros” sus lugares de residencia.

Eugenio Chicas, el vocero presidencial, aclaró que un eventual plan armamentista aplicaría a lugares con bajos índices delincuenciales para crear “cordones sanitarios” que mantengan a raya a las pandillas. Es decir, la idea es llevar armas ahí donde no las hay; llevar la pólvora a donde aún no hay polvorines.

Luego fue el presidente de la Asamblea, el diputado Guillermo Gallegos de GANA, quien en línea con formulaciones similares que ya había hecho en el pasado, introdujo propuestas de reforma legal para dar vida a lo que él llama “cuerpo de defensas comunales”. Las ideas de Gallegos incluyen dar a los grupos civiles permiso para “portar de manera permanente sus armas en la comunidad para el resguardo de su vida, su integridad, la de sus vecinos y sus bienes…”

Pero Gallegos fue más allá y, tomándose atribuciones legales que no le corresponden, ayudó a uno de esos grupos vecinales a comprar armas. El diputado no ha aclarado de dónde sacó el dinero para la compra.

Todo esto en un país en el que 14 salvadoreños han muerto cada día desde que Salvador Sánchez Cerén es presidente. En un país en el que el Estado ha decidido acudir a ejecuciones extrajudiciales y abusos a los derechos humanos para combatir la violencia. Un país en el que la corrupción y la debilidad institucional han impedido que instituciones como la Policía Nacional Civil o la Fiscalía General de la República asuman, con éxito y en el marco de la legalidad, las funciones de seguridad pública que la Constitución les atribuye.

Hoy, ante la falla sistémica, los presidentes del Ejecutivo y el Legislativo reconocen su incapacidad -qué otra cosa sino aceptar el fracaso en sus funciones implica trasladar la responsabilidad constitucional a civiles- y vuelven a la inútil y peligrosa idea de combatir el fuego con fósforos.

Bastaría con que ambos funcionarios levantasen un poco la cabeza para ver alrededor, en el pasado reciente del país o en las lamentables experiencias que en el continente hablan de lo que implica armar a una sociedad o dar carta abierta a grupos de civiles para disparar a mansalva contra cualquier sospechoso. Quizá así entenderían lo absurdo de sus ideas.

Ya en 1994, en los albores del proceso de paz, el entonces viceministro de Seguridad Pública y dirigente arenero Hugo Barrera coqueteó con la idea de crear grupos armados vecinales para, decía, enfrentar los retos de violencia que impondría la posguerra: crimen organizado, bandas delincuenciales, narcotráfico y, sí, delincuencia común, que entonces aún no tenía los apellidos MS13 o Barrio 18.

Hace dos décadas la idea era igual de mala que ahora. Bueno fue que en 1994 la veeduría internacional de la ONU, pero también y sobre todo la sensatez de varios funcionarios del Estado -entre ellos el mismo presidente Armando Calderón Sol y varios diputados del oficialismo y la izquierda moderada- ayudaron a El  Salvador a concluir que aquello no era más que abrir la puerta al paramilitarismo en un país donde más de 70,000 de sus hijos e hijas acababan de morir en el conflicto armado interno.

Ahí está, también, el ejemplo de Estados Unidos, donde la epidemia de muertes provocada por armas de fuego en manos de civiles no cede. En la Unión Americana son múltiples los estudios que han demostrado que armar a los civiles no contribuye ni a la reducción del crimen ni a la defensa de los bienes privados. En 2010, por ejemplo, el académico Irshad Altheimer de la Universidad de Wayne en Michigan estudió los datos de varias de las ciudades estadounidenses más violentas y los cruzó con el acceso de los civiles a armas en esos lugares; sus conclusiones: “El aumento en el acceso a armas… aumenta la posibilidad de que se cometan crímenes violentes y de que haya armas involucradas en esos crímenes. Además, los hallazgos no sugieren que aumentar el acceso a armas reduzca el crimen”.

Uno de los ejemplos más dramáticos de la connivencia estatal con grupos civiles armados es el paramilitarismo colombiano. Las Autodefensas Unidas de Colombia no son más que grupos de ganaderos, hacendados, políticos locales que, con el aval e incluso complicidad del Estado colombiano, se armaron para defenderse de otros grupos armados, como las guerrillas, bandas criminales o narcotraficantes.

Muy pronto, como lo relata la periodista María Teresa Ronderos en su libro “Guerras recicladas”, el paramilitarismo se convirtió en la más cruel y despiadada de las mafias del crimen organizado colombiano: para financiar sus armas, controlar sus territorios y las actividades económicas legales e ilegales en sus áreas de influencia, los “paras” no dudaron en masacrar sin piedad, con sus armas, a quien se les pusiera enfrente.

¿Qué garantías hay en El Salvador de que una junta de vecinos a los que se les permita armarse so pretexto de detener a las pandillas no se convierta ella misma en el germen de un grupo paramilitar que, aniquilado el primer enemigo, utilice esas armas para delinquir y exterminar al resto de grupos que se le opongan? ¿Qué garantías en un Estado que se ha mostrado incapaz, siquiera, de controlar el tráfico de armas que ocurre desde su propia Fuerza Armada?

El antecedente más cercano en El Salvador es la sombra negra, aquel grupo de vigilantes armados en el oriente de la República en la que participaron policías, políticos y funcionarios. Luego, algunas de esas personas, funcionarios y policías terminaron relacionadas con la banda de narcotraficantes Los Perrones.

La solución a la violencia pandillera o de cualquier tipo en El Salvador -está dicho hasta la saciedad- no llega por atajos populistas. Se anda por el tortuoso camino del fortalecimiento de las instituciones, que empieza por que los presidentes del Ejecutivo y el Legislativo y sus partidos dejen de votar para encumbrar a funcionarios corruptos en la Fiscalía General de la República, por ejemplo, o por que la Corte Suprema de Justicia enfrente de una vez y sin componendas la limpieza de los tribunales, o por que la oposición política encare las cosas con menos oportunismo electoral.

A la violencia y a la delincuencia las enfrenta el Estado, con las herramientas que le otorgan las leyes de la República, y lo hace desde la probidad y con el bien del común como finalidad última. Lo demás es la jungla; lo demás es un Estado fallido.

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