Alianza, la mofa te pertenece

El domingo pasado, miles de aficionados festejaron el triunfo histórico de un club de fútbol muy especial, un club que simboliza la polarización con la que muchos salvadoreños asimilamos la vida. Alianza es ese club especial, para bien o para mal, dependiendo del lado de la moneda por el que se inclinen nuestros odios o nuestros afectos. Y perdón si me pongo muy dramático, pero así es como en mi paso por la vida he entendido que es —o debería ser— el fútbol cuando se le toma en serio: un patatús alimentado por el anhelo de escaparnos de nuestras asquerosas vidas grises, donde nos enseñan que lo ideal es ser políticamente correctos.

El fútbol es una oportunidad singular para experimentar el placer de reír o llorar; y resulta un despilfarro, una afrenta al gozo, repetir las maneras formales del gris del tedio.

Mientras los hinchas albos celebraban con justicia haber coronado un campeonato impoluto, los que siempre encontramos inmenso placer en verlos revolcarse en una derrota inesperada debimos aceptar esta vez la evidencia de que no reiríamos, no gozaríamos, no nos burlaríamos. No era nuestro turno.

Y eso es bueno, porque el valor de las victorias existe solo en la presencia ocasional —o en mi caso, recurrente— de las derrotas. Se trata de saborear con intensidad las mieles de la antipatía. Sufren ellos; gozo yo. Y viceversa.

Una buena forma de saborear ese panal de aversión llega a través de la burla, del sarcasmo, de la ironía… del bullying. Y a propósito de esto, recuerdo una anécdota:

Hace tres años, mientras preparábamos el lanzamiento de Revista Factum, investigué un tema que me llevó a entrevistar a Menfis Rodríguez, fundador de la Ultra Blanca, la barra con mayor trayectoria organizada para apoyar al Alianza F.C. Aquella fue una entrevista muy intensa y agradezco que Menfis fue siempre directo en sus respuestas y que sabía manejarse en el esgrima de los argumentos. Fue una entrevista de casi dos horas de duración. Y cuando terminamos, Menfis me acompañó a la salida de “La cuna del Mágico”, que era el lugar donde radicaba su oficina. Me dio la impresión de que Menfis era alguien para quien Alianza es lo más sagrado que hay, después de su familia, porque Alianza también es su familia. Al salir, con un ánimo más distendido, le comenté a Menfis que uno de mis grandes placeres en la vida era burlarme de los albos… bromear acerca de ellos con el morbo de la espera de una réplica que nunca se hace esperar. Le estaba diciendo a un tipo de semblante enérgico y contundente que, en mi vida personal –no en la periodística– me mofaba de lo que a él le parecía sagrado, de aquello a lo que ha entregado buena parte de su existencia, aquello por lo que incluso tuvo que pasar unos días en la cárcel. Y Menfis me miró con cierta sorpresa, quizás exprimiendo su paciencia o quizás ante la incertidumbre de sabernos desconocidos.

Y solo me dijo:

“No deberías”.

Sin más explicaciones.

Recuerdo que arranqué la moto y mientras manejaba por la 49 avenida sur iba pensando eso: ¿por qué no debería burlarme del Alianza? ¿Por qué no debería burlarme del conocido estigma de poseer una hinchada afín al hampa? ¿Acaso no debo burlarme de nada que a otros les parezca sagrado? ¿Acaso los límites de todo lo que podría caer en esa definición no son infinitos? ¿Acaso la respuesta, entonces, es prohibir burlarse de todo y de nada? ¿Debería volverme un Zombi Dementor, un Saulo de Tarso que persiga a todo aquel que practique la incorrección? ¿Acaso esa no es una receta infalible para la construcción de un mundo gris que prohiba la ironía, la broma, la bufonada?

Recientemente, leí una publicación en el Facebook de Elena Salamanca —quien ha escrito columnas de opinión en distintos medios, incluyendo a Factum— que manifestaba sentir decepción y hasta desprecio cuando encontraba tanto estado y tuit clasista contra el Alianza y sus hinchas. Decía:

“Nadie es más culto o avanza en movilidad social por perpetuar la violencia simbólica, todo lo contrario. Ya debería ser hora de dejar de repetir la violencia simbólica que una vez mediada por la estructura se convierte en violencia social, violencia económica, violencia política. Esa encarnación de lo simbólico y su consecuente normalización en el aparato cultural es la que ha causado las violencias tan terribles que vivimos. Yo no niego que la Ultra Blanca sea violenta, pero lo que me preocupa es que la circulación de expresiones de desprecio la orilla a convertirse en ghetto, y fíjense que la segregación social funciona de una forma muy perversa y jodida para todos. El clasismo no hace mejor a nadie, todo lo contrario”.

A mí me pareció interesante su postura, aunque pienso que admite debate. Por ejemplo: creo que no todo el sentido de la mofa hacia los aliancistas nace desde el clasismo. No toda burla es motivada por un deseo de sentirnos más cultos o de avanzada. A veces nace de la simple y primitiva oposición deportiva, el sentirnos diametralmente diferentes en afinidades futbolísticas, aunque similares en todo lo demás.

Para entender esto hay que conocer bien al Alianza, un club que desde hace muchos años se ha jactado de ser “el mimado de la capital”; un club que desde su nacimiento se ha enorgullecido de tener una penetración altamente representativa entre los estratos sociales más desfavorecidos de la población capitalina; un club cuyos aficionados cantan con orgullo que prefieren morir antes que ser rojos, como parte de tantas expresiones de violencia simbólica que, evidentemente, no son exclusivas únicamente de ellos.

Sí, habrá burlas clasistas. No lo dudo. Pero también habrá burlas que responderán a las repetidas y comprobadas manchas que les han ocasionado distintos incidentes de violencia en los que sus aficionados se han visto involucrados. ¿Nos burlamos de que haya aficionados aliancistas con carencias económicas o intelectuales? Habrá algunos que sí y habrá algunos que no. Yo me declaro incapaz de responder más que por mis propias burlas. Y las mías no van por ese camino, porque entiendo que esa descripción podría aplicarse a todo club de nuestro fútbol miseria, el salvadoreño, en donde —curiosamente— Alianza es uno de los equipos que más dinero suele gastar en la formación de su equipo y uno de los que mejores taquillas registra en cada torneo.

Mis burlas apelan a lo que identifico como un punto débil: el orgullo de entender esa violencia simbólica de la que habla Elena como un sello de propia distinción. Hay una parte del aliancismo que se siente orgullosa de ser la afición más intimidatoria. Para entender esto hay que conocer algunos de los motivos que en 2012 dieron vida al nacimiento de la Barra Brava, una escisión de la Ultra Blanca. Y por cierto, muchas veces son solo presunciones. Ambas barras realizan actividades sociales que sorprenderían a quienes —erróneamente— piensan que ahí solo violencia se respira.

Cualquier persona que haya asistido a un juego importante en los sectores populares de un estadio en nuestro país sabrá que el ambiente que se vive en muchas ocasiones muestras escenas bélicas, casi de guerra. Sí, esa encarnación de lo simbólico y su consecuente normalización en el aparato cultural ha causado parte de las violencias tan terribles que vivimos, pero es evidente que las expresiones sociales poseen raíces más profundas que lo que muestra una pasión deportiva. Y buena parte de los aficionados aliancistas —no todos, por supuesto— adoptan con orgullo esa encarnación de la violencia simbólica. El fútbol como una guerra no es un fenómeno exclusivo del entorno salvadoreño. Pasa con el Club América y con Pumas en México; pasa con Boca Juniors, con Racing, en Argentina; pasa con Olimpia en Honduras; pasa en Inglaterra, Turquía, Grecia e Irlanda. Ser un barra brava o un hooligan es un fenómeno que forma parte del mundo desde hace muchos años.

Al respecto, Alianza es uno de los mayores referentes centroamericanos que existe. Hay que recordar los repetidos enfrentamientos de lluvias de piedras en los que aficionados aliancistas se han visto involucrados; hay que recordar cuando un grupo de sus aficionados invadió la cancha para intimidar a sus propios futbolistas y exigirles que mostraran más garra; hay que recordar los incidentes por la infiltración de pólvora prohibida que han tenido en el pasado. Este es un estigma para algunos aficionados albos; mientras que para algunos radicales será un motivo de orgullo. Y eso pasa así en distintas partes del mundo. No solo con ellos.

Yo defiendo el derecho a usar la ironía y la comedia para alimentar las animadversiones deportivas. Pienso que son necesarias y que nutren buena parte de la tradición que ha construido la historia de identificación con los equipos que nos definen. Me divierto cuando me dicen que mi equipo es de milicos escuadroneros; o cuando los albos se burlan de los aguiluchos al decir que se maravillan cuando ven calles asfaltadas al llegar a la capital; o cuando se dice irónicamente que el “clásico del narcotráfico” sería un Metapán-Titán.

Sé que al burlarme —a manera personal, no periodística— del Alianza hago una apuesta aventurada: creer que se entenderá la broma, pero ese, al final de cuentas, es el riesgo de toda broma, ¿no? Pensar, como decía Nietzsche, que “la potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”.

Si se entiende así, ¿por qué vamos a ponerle frenos?

No sé si las constantes burlas al aliancismo deriven en convertir a su afición en un ghetto. Si es así, no está funcionando. El domingo pasado vi un extraño fenómeno que suele repetirse, una especie de apocalipsis zombi, con un estadio repleto por decenas de miles de “marginados y aislados” que superaban abundantemente a sus rivales de turno, esos mismos que eran identificados, con evidente burla, como habitantes de “Ciudad Princeso”.

Al final, quizás solo se trate de simple sentido de pertenencia. O de ganas de, por una ocasión, de cuando en vez, reír a costa de la debacle ajena.

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