8 de marzo, ¿para qué?

El 8 de marzo de 2011, la Organización de Naciones Unidas celebró los cien años del reconocimiento del Día de la Mujer. Desde entonces, una conmemoración de más de un siglo de antigüedad en el feminismo occidental se ha ido convirtiendo en una celebración protocolaria en muchos países, pero al mismo tiempo en un producto de la cultura popular cada vez más rentable.

El Salvador no es la excepción.

Las representaciones de este día que dominan en los medios de comunicación masivos tienen poco que ver con su sentido original.

De ser una fecha para recordar la lucha por los derechos políticos, sociales y económicos de las mujeres, ha pasado a ser un extraño híbrido entre el día de la amistad y el día de la madre.

Algunos ejemplos: cada año en mi muro de Facebook aparecen anuncios de diversas ofertas en restaurantes, spa, hoteles, telefónicas y gimnasios; todas quieren que celebrarnos el hecho de ser mujeres. También me encuentro con felicitaciones de instituciones del gobierno, de organismos internacionales, de embajadas, de amigos a  amigas, de esposos a sus esposas, de jefes a sus empleadas, de padres a sus hijas y de mujeres a mujeres. Muchas aplaudiendo la feminidad de la mujer fuerte, que por fuerte compra y gasta a su antojo. Imágenes de flores, chocolates, mensajes de superación y hasta fotos virales como el selfie de Kim Kardashian desnuda como forma de reivindicar este día.

No tengo nada en contra de celebrar la existencia de las mujeres, ni nada en contra de regalar felicitaciones, flores o desnudos. Lo que discuto es la cooptación que el mercado ha hecho de un día eminentemente feminista, haciéndolo un producto “soft” que no incomoda a nadie. ¿Contribuye este producto a conseguir y mantener la igualdad y equidad entre hombres y mujeres? ¿Sigue siendo una herramienta para recordar a las que lucharon por los derechos de los que ahora gozamos y seguir poniendo la atención en todo lo que falta por hacer?

Volvamos un poco al pasado, a Europa y Estados Unidos de mediados del siglo XIX hasta principios del XX. Era el apogeo de la industrialización. Países como Inglaterra, Francia y Estados Unidos competían por modernizar sus economías al ritmo de las máquinas. Las mujeres, especialmente las pobres e inmigrantes, se convirtieron en la mano de obra preferida, sobre todo en las fábricas textiles.  Esto no significa, como lo ha señalado la historiadora Joan Scott, que en el período previo a la industrialización las mujeres no trabajaran fuera de sus casas. Desde siglos atrás, casadas o solteras de las clases más empobrecidas ya combinaban las tareas del hogar con la generación de dinero en sectores precarios, como domésticas, niñeras, lavanderas, en talleres de metalurgia, de alfarería y de confección de ropa, de seda, de encaje. Lo que ocurrió fue la incorporación a la producción de capital de algunas de las actividades tradicionalmente femeninas; esas consideradas antes como “no productivas”. Entre ellas, las labores de aguja. Esto significó mercantilizar ese trabajo como uno que requería de menos habilidades y fuerza y, por lo tanto, de menos paga. De esta manera se identificó la mano de obra femenina con ciertos empleos: los que tenían salarios más bajos, las jornadas más largas y poca o nula seguridad.

Para la primera década del siglo XX, algunas obreras ya llevaban años organizadas en sindicatos en Europa y Estados Unidos, haciendo huelgas por las pésimas condiciones de trabajo, por la brecha salarial entre hombres y mujeres y por el derecho a pronunciarse a través del voto. En 1908, alrededor de 15 mil obreras pararon y marcharon en New York. En 1910, las mujeres de la Internacional Socialistas declararon en Copenhague la conmemoración cada año del Día Internacional de la Mujer. En la reunión de marzo de 1911 quedó establecido el día 19 de marzo. Seis días después, en el Lower East de New York se incendió la fábrica de confección Triangle, donde murieron 143 personas. 120 eran obreras, todas jóvenes y adolescentes e inmigrantes. Este episodio marcó un límite en Estados Unidos y significó una reforma laboral sin precedentes en las condiciones de trabajo para las mujeres y para los hombres también. Años después, en plena Primera Guerra Mundial y en el preámbulo del derrocamiento del Zar, las obreras rusas llevaron acabo una de las huelgas más importantes en 1917. En conmemoración a todos estos sucesos, en 1975 la ONU oficializó el 8 de marzo como el Día de la Mujer.

Estas olas de mujeres reclamando el reconocimiento de derechos estuvo también presente en otras partes del mundo. En El Salvador, por ejemplo, tampoco estaban tranquilas. Se ha documentado que en 1921 ocurrió una protesta organizada por las vendedoras de los mercados de San Salvador contra las medidas represivas impuestas por los Meléndez Quiñones. Se unieron las vendedoras de Santa Ana y Santa Tecla. Al siguiente año, seis mil mujeres marcharon vestidas de negro en apoyo al candidato a la presidencia, Miguel Tomás Molina. Para dispersarlas, fueron ametralladas por las autoridades.

Por supuesto, todo esto pasó hace más de un siglo. Hoy en día la ley ya nos reconoce como sujetos de derechos: podemos votar, trabajar, tener propiedades, ocupar puestos públicos, incluso existen leyes especiales para nosotras. ¿Sirve tener un Día de la Mujer para algo más que vender y felicitarnos por ser lindas, madres y esposas?

Para algunos es innecesario, incluso absurdo. Cada año no falta el que reclama por la parafernalia alrededor de este día, el que alega que celebrarlo es una afrenta a la igualdad misma entre “las personas”, el que escupe  que matan a más hombres que a mujeres, el que apunta con el dedo que al hablar de nosotras ignoramos la opresión y el sufrimiento del resto de la sociedad, o sea de los hombres. Por estos atrevidos, el 8 de marzo debería servir en primer lugar para recordarles y recordarnos que somos el 50 % de la población, no una minoría, ni un gueto, mayoría en el padrón electoral, y que los problemas específicos que nos afectan, con las distinciones de clase, etnicidad y sexualidad, no pueden seguir siendo representados como marginales, ni sectoriales, ni algo que no afecta a “todos”. Nosotras también somos la sociedad.

Veamos algunos números, una pequeña muestra descriptiva lo que significa ser mujer en El Salvador. De acuerdo a la DIGESTYC, hasta el 2016 las causas principales entre las mujeres mayores de cuatro años para no asistir a la escuela o desertar son dos:

  • Problemas en el hogar (familiar que necesita cuido, padres divorciados, cambio de domicilio).
  • La obligación de hacer los quehaceres domésticos.

Esto, por supuesto, es más marcado en los sectores pobres. Para los hombres, la razón principal registrada es la necesidad de trabajar (la violencia y persecución de pandillas aún no está registrada en estos datos). En cuanto a la generación de ingresos, la tasa de inactividad masculina asciende al 19 % y la femenina al 52 %. De estas mujeres, el 68 % no buscó empleo, de nuevo, por la obligación de los quehaceres domésticos. Del total de inactivas, es decir que no realizan actividades remuneradas, las mujeres en el área rural representan mayoría (63 %). La población de hombres activa laboralmente recibe un salario promedio de $315; las mujeres, de $263. Si los años de educación recibidos son 13 o más, ellos ganan en promedio $624; ellas $537.  Y si esculcamos entre las condiciones de trabajo de las labores feminizadas (comercio, manufacturas y doméstico), como ya he señalado en otros textos, nos encontraremos con un escenario muy parecido al de las mujeres de Estados Unidos y Europa de finales del siglo XIX, con la diferencia de que las perspectivas de cambio en la actualidad de nuestro país no son muy alentadoras.

Estos números hacen la distinción de género y nos muestran someramente la intersección con la clase social al desagregarse por áreas rurales y urbanas. Sin embargo, al interceptar el género y la clase con otras variables, como la de sexualidad, me atrevo a decir que encontraríamos un tipo de mujer nunca nombrada, un tipo de mujer aún más pobre, violentada y discriminada: las transgénero.

El 8 de marzo no debería ser una ocasión para felicitarnos por ser mujeres, sino para recordar —a nosotras y a los nuestros—, el camino recorrido, para agradecer a las que nos antecedieron, para conmemorar lo conseguido y trazar lo que aún nos falta. Pero ante todo, debería ser una ocasión para cuestionar y deconstruir esas representaciones simplificadas y cooptadas por el mercado para convertirlas en lazos de convicción, creatividad y perseverancia para conseguir el mundo de justicia social con el que soñamos. Eso, aunque nunca seamos “cool” ni “trendy” para nadie. Eso, aunque nos cueste el no rentables, ni amigables, ni digeribles por todos.

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