A pesar de la realidad, lloré a Fidel

A pesar de la realidad, lloré a Fidel. Sí, lo lloré como el Espantapájaros 18 de Oliverio Girondo, de amor, de hastío, de alegría, de memoria –llorarlo todo, pero llorarlo bien– y en varios tiempos, antes y después del vino y la canción, lo seguí llorando. Lo lloré porque llorar solo es una forma líquida de recordar.

Recordaba la escalinata de la Universidad de la Habana durante el verano de 1997, la mañana del 5 de agosto y del cierre del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, Fidel Castro presidiendo desde un palco improvisado, recibiendo el clamor de miles de jóvenes de todo el mundo ¡Se siente, Fidel está presente!… ¡Guantanamera, Fidel, Fidel, guajira, Guantanamera, Fidel, Fidel!… Porque Fidel estaba en todo, aunque no estuviera, en las canciones, en las vallas-monumento al lado de las carreteras, en las portadas de los memoriales, suvenires oficiales y en suvenires ilegales, en los museos, en las revistas viejas y en las recién impresas. Frases de Fidel en todos los discursos, en todas las reseñas, en todos los panfletos. Fotos de Fidel en todas las batallas con todos los guerreros. Fidel en todas las barbas de los revolucionarios de Latinoamérica. Fidel en el palco improvisado recibiendo el clamor de miles de jóvenes de todo el mundo, escuchando las declaraciones de amor cantadas por Silvio Rodríguez, Amaury Pérez, Pablo Milanés, y dejo aparte el clímax de mi recuerdo: Sara González a solas con su guitarra cantándole “Girón, la victoria (de Fidel, agregó ella)”. Fue la primera vez que escuché a Sara González y a su canción, que más que canción es un himno patriótico que la multitud entera cantó amorosa y emocionada. Ahí fue la primera vez que lloré a Fidel.

El 5 de agosto de 1997 me faltaban 17 días para cumplir 23 años. Había nacido en El Salvador, mi adolescencia y temprana juventud transcurrió bajo una guerra que empezó en 1980 y que duró 12 años hasta que en enero de 1992 las firmas sobre un papel detuvieron las balas. Crecí en el campo, huí del campo a la ciudad donde estudié con padres jesuitas desde 1987 y por 20 años más. En 1989, el ejército salvadoreño masacró a seis padres jesuitas y dos de sus trabajadoras dentro de una universidad durante una ofensiva guerrillera en la ciudad. En la secundaria no aprendí nada de geografía universal, pero leí a Gramsci, a Marx, a Engels, a Webber, a Casaldáliga, los documentos episcopales de Puebla y Medellín, a María López Vigil, el diario del Che, empecé a memorizarme a Roque Dalton, a rasgar las canciones de Silvio, Pablo, Mercedes, a ir a conferencias de Jon Sobrino, a cantar la misa campesina nicaragüense, a reseñar la revolución cubana, a intimar con exiliados repatriados, a envidiar el sandinismo y pasar fines de semana en campamentos de entrenamiento guerrillero bajo el disfraz de convivios de la YMCA. Y así, con casi 23 años, en La Habana, vi a Fidel y lloré.

Pienso en los miles de jóvenes de todo el mundo que estuvieron conmigo en esa escalinata y me pregunto qué sintieron cuando supieron que Fidel ha muerto. Me pregunto si como yo también lloraron –aún no sé decir si por dolor o confusión– o lo celebraron, o simplemente pasaron a otro tweet. Me pregunto si la historia propia les hizo renegar de aquellos cantos, o siguen acompañando un compromiso como el que yo jamás tuve, o son parte de un aséptico anecdotario de las vacaciones de verano.

Desde aquel entonces, la realidad ha sido implacable al demostrar una y otra vez que los héroes son construcciones personales y subsisten en cada uno entre contradicciones, traiciones y mutilaciones. Todos los monstruos son humanos, y todos los santos también. Y Fidel quizá fue un santo monstruoso capaz de levantar la fe en el hombre nuevo, y también capaz de aniquilar al hijo pródigo; capaz de repartir panes y peces, y también capaz apuñalar a su primogénito en sacrificio para la entelequia revolucionaria. Así como puso en marcha la más grande empresa estatal para procurar igualdad y bienestar para todos, también dictó severamente a quién debíamos ser iguales. Así como juró justicia y democracia, así se inventó su propia justicia y su propia democracia. ¿Hay otra manera de hacer la revolución? Fidel la hizo así, y es la única revolución moderna de la que, al día de hoy, podemos dar fe.

A pesar de la realidad, lloré a Fidel. A pesar del desencanto por los fusilados, los presos y traicionados, a pesar de la miseria, la homofobia asesina y la intolerancia. Lloré a Fidel porque murió una esperanza que fue, porque murió una imperfecta posibilidad de que el mundo podía ser distinto, acaso mejor, menos desigual, menos material. Lloré a Fidel quizá por gratitud por las artes, la salud, la educación, por esa Cuba con un Fidel sine qua non. Lloré a Fidel quizá por cólera, por sentirme al fin derrotado en mi fe revolucionaria sin matices posibles ante la contundencia de la muerte, por la absurda y demencial esperanza en que si él seguía vivo el enemigo no vencería y la revolución aún podría suceder. Lloré por Fidel junto a todos los que encontramos un sentido para nuestra vida en aquella escalinata oyendo las palabras de la historia que nos tocó. Lloré a Fidel porque nunca he querido renunciar a esa mínima posibilidad de estar del lado de los que tienen razón, aferrándome a lo que Saramago decía, quizá en contra de Fidel, “nosotros tenemos razón, la razón que asiste a quien propone que se construya un mundo mejor antes de que sea demasiado tarde”.

A pesar de la realidad, lloré a Fidel porque las revoluciones solo se hacen así, a pesar de la realidad.


*Esta opinión fue publicada originalmente en El Estornudo.

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