País de huérfanos

Mi padre fue asesinado el 31 de mayo de 1991. Hoy, hace 25 años. Hoy cumplo 25 años de ser huérfana de padre. Lo triste es que no soy la única. En El Salvador, a diario, familias se quedan huérfanas, y mujeres jóvenes, como mi madre hace 25 años, enviudan.

Nunca he sabido quién mató a mi papá, por qué. Pero la conciencia de un padre muerto se adquiere estrepitosamente. Es como quebrar un vidrio. Lo vi en el ataúd, azulado. Lo toqué, estaba frío. Una tía, enloquecida por el luto, me tomó una fotografía. Nunca la vi. Pero todos los días de mi vida sé que estoy ahí, en esa fotografía. Mi papá, muerto; yo, huérfana.

Mi papá fue asesinado y yo lo tengo que decir aunque decirlo desgarre a mi familia, otra vez. Porque no aceptar que venimos de un asesinato es no aceptar la Historia en El Salvador, un país de interminables de crímenes impunes.

He intentado superar la muerte de mi papá. Los primeros diez años lo bloquee de mi vida, ni lloré. Los siguientes diez años quise saber sobre él, imaginarlo, investigarlo, narrarlo, para que su vida tuviera sentido en mi relato. Estos últimos años decidí enfrentar el duelo, intente cerrar ese círculo del luto que mencionan los sociólogos y los sicólogos. Lo acepté: no tenía papá y me dolía, no tenía papá y quería saber qué era tener papá. Lloré, fui a psicoanálisis, leí sobre memoria, historia, olvido, leí novelas, El olvido que seremos, de Abad Faciolince, escribí, comencé libros de poesía, posibles novelas. No he podido. No he podido cerrar ese círculo del duelo que más bien se me hace un pozo sin fondo. Un día, hace un par de años, llegué sofocada a mi departamento. No podía hablar, no podía respirar, no podía, siquiera, abrir la botella de agua que llevaba en la mano. Mi novio la abrió, me dijo algo, no sé qué le contesté, y seguí llorando.

Todos los que somos huérfanos, todas las mujeres que enviudan, todas las madres que entierran hijos e hijas caemos en un espacio espeso que el lenguaje del Estado no puede nombrar ni normar. Un limbo. El limbo es ya una figura recurrente en la literatura más que en la doctrina católica, que incluso ya la eliminó como espacio para las almas en tránsito al cielo. Se recurre al Limbo para situar, justamente, aquello insituable, para contener en algo, para llenar.  Y nosotros estamos ahí, como espectros justamente. No cabemos en la ley, no cabemos en la justicia, no nos pueden contestar las instituciones y francamente al Estado no le importa cuando volvemos a casa y de nuestros asesinados solo tenemos retratos y un gran dolor, que a veces ni nombramos.

En este país construido a la brava, donde deben sobrevivir los más fuertes y donde los que demostramos dolor somos débiles y eso es culerada, es casi imposible pensar que alguien, desde la lengua que regula la vida por la que pagamos impuestos, va a permitirnos contar qué nos duele y, peor, va a permitirnos reclamar. Los políticos hablan y negocian las cifras de los asesinados diariamente como si fueran unos niños que negocian una partida de canicas y después se las reparten indolentemente. ¿Es posible respondernos cómo continúan su vida los dolientes, rotos, resistiendo el miedo y la violencia? ¿Cómo se acercan los políticos con descaro a estas gentes rotas, como yo, como tantos, que han sufrido, y les regalan camisetas y huacales para demostrarles que saben que existen y que son pobres? ¿Cómo es posible, como dice Todorov, no mirar al presente con las armas de haber visto el pasado? ¿Cómo pueden pedirnos que votemos por ellos y les paguemos ese salario que constantemente aumentan? ¿Es tan ínfima la dignidad de los políticos que creen que la nuestra cabe en un huacal o se cubre con una camiseta de campaña electoral?

Si algo he aprendido siendo huérfana es que no puedo lidiar con el lenguaje del Estado que quiere normar mi dolor con palabras que son procedimientos y a la vez fracasos. Pero hay otros lenguajes que se acercan a nuestra pérdida y llenan vidas construidas sobre ausencias. Yo encuentro palabras que den sentido a la construcción infinita -de escalera de Escher- de este luto inacabado. Y hay, justamente, capítulos de la escritura de Todorov que yo repito para mi vida y quisiera que fueran útiles para otros que sufren y para otros que nombran y norman.  En Los abusos de la memoria (p. 105), dice:

Aquellos que, por una u otra razón, conocen el horror del pasado tienen el deber de alzar su voz contra otro horror, muy presente, que se desarrolla a unos cientos de kilómetros […] Lejos de seguir siendo prisioneros del pasado, lo habremos puesto al servicio del presente, como la memoria –y el olvido- se han de poner al servicio de la justicia.

Esta frase la he repetido antes, la he citado también porque me parece exacta para el momento que vivimos, porque es posible, y justo, preguntar: ¿por qué ahora, en el país de los muertos negociados, los que vinieron del horror de la guerra, como ejército y como guerrilla, no pueden mirarnos y comprender el dolor que vivimos? Como he dicho antes, no es posible pasar por encima de la historia. Hay que atravesarla, aunque atravesar implique irrumpir, abrir heridas, como dicen los que negocian impunidades.

Escribí este texto muchas veces, lo borré, lo volví a escribir. Pensé que no debía publicarlo. Porque ser huérfano es una experiencia íntima, individual, y decirlo puede ser interpretado como una exhibición, una vanidad martirial muy retorcida. Pero no. No. Ser huérfano y aceptarlo es un acto político en El Salvador, es denunciar el sistema violento e impune en el que vivimos.  Es perder el miedo de decir, de preguntar. Por los huérfanos de 1970, 1980, 1990 y de ahora mismo, de este día, voy a seguir escribiendo sobre el asesinato de mi padre, así eso cause dolor, de nuevo, a mi familia, así eso cause malestar a quienes no han sufrido nunca un asesinado, un desaparecido, así quieran callarnos quienes no tienen una silla vacía en el comedor, un vestido colgado que nadie se pondrá de nuevo, una taza que nunca volverá a colmarse de café (si hay algo que recuerde más es la taza de mi papá, mi abuelita la llamaba tacita de oro). Porque decir que soy huérfana, enunciar, admitir, es asumir mi posición en la historia del país. Un país de huérfanos.

Todavía tengo rabia porque todavía tengo ganas de vivir.  Este texto no es dulce. No hay dulzura en la impunidad.

 

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